martes, 24 de junio de 2008

EL CEMENTERIO

El sábado fui al cementerio… El peque quería ir, porque hay una laguna artificial con cisnes y otros pajarracos. A mí me agrada mucho el lugar, es bello y tranquilo, con sus prados verdes moteados de tumbas y flores, los queltehues desafiando el viento y conversando en su idioma.

Cuando voy (sola) disfruto mucho el silencio, me recuerda cuando de chica pasaba por la Gruta de Lourdes, en Agua Santa. Yo no soy católica ni creyente, pero es por la sensación que me provoca, tanta tranquilidad, un lugar sagrado, especial.

Una vez que fui sola al Parque del Mar, me senté en una de las bancas que la gente va moviendo de tumba en tumba, sólo para ver cómo los queltehues jugueteaban y volaban de un lado a otro. Me puse a llorar, porque desde que voy, y a pesar que me tranquiliza tener un lugar donde recordar a mi abuelito, también tomo conciencia de que no está. Y es un sentimiento crudo.

Lloré harto rato, mirando el continuo de sepulturas, mientras los visitantes pululaban, cada uno en búsqueda de su propio muerto. Era tan natural estar ahí, con las lágrimas cayendo, a ratos con sollozos, a ratos en silencio…

Puede sonar medio tétrico, pero es uno de mis lugares favoritos, precisamente porque ahí está bien llorar, extrañar y demostrar dolor. Y no es que ande por la vida golpeándome contra las paredes, no creo ser una persona triste. Pero encuentro sano, de vez en cuando, sentarme en una banquita arrinconada y comunicarme con el recuerdo de mi abuelito sola, contarle los avances de su bisnieto, pedirle que me cuide y decirle sobre todo que lo extraño igual que si se hubiera ido ayer.