lunes, 3 de diciembre de 2007

Te debía estas palabras


Hace años que trato de escribir esto, pero siempre me ha costado y no se me ocurre cómo empezar. El otro día miraba la foto del matrimonio de mis abuelos maternos, que deben haber tenido mi edad cuando se casaron. Miraba a mi abuelito tan guapo, con su metro ochenta y sus ojos claros, con su pelo engominado y la vista perdida, del brazo de mi abuelita, tan bella también en su vestido blanco -creo que es la última de la familia que se casó así y por la iglesia.

Pensaba en cómo las historias se van desenrrollando, y cómo esa unión fue vital para llegar a este momento. Cuando yo era chica, mi abuelito era el gigante que me subía y me bajaba como avión, sus piernas eran mi balancín preferido, sus manos grandes que él cerraba y yo trataba de abrir sin resultado.

Era el hombre fuerte y cercano que me sacaba a pasear en bicicleta, que me enseñó historias y adivinanzas de campo que hoy a veces le cuento por las noches a mi hijo, para preservar su legado sencillo a través de las generaciones. Era mi cómplice, mi mejor amigo, el que lo arreglaba todo en la casa, el que siempre estaba.

Él no tuvo una vida fácil. De niño fue hijo de inquilinos, sufrió la pobreza del campo, la muerte de hermanos, el trabajo desde pequeño. Se vino a trabajar a la capital y ahí conoció a mi abuelita. Se casaron, tuvieron dos hijos, él trabajaba en la Vega. Siempre aguantó los problemas de salud de mi abuelita, estoico, yo nunca lo ví deprimido. Aunque después supe que sí, y entendí también su cruz, a medida que yo crecía y que comprendía la realidad.

Para mí siempre fue el Abuelito, el que jugaba conmigo, el que me quería, el que de chica me compraba mis Obleas Alteza, con el que tomaba desayuno con huevos fritos. El que era capaz de comerse un kilo de uva solo sentado viendo tele, amaba la harina tostada, el mote con huesillos, la cazuela, y todas esas cosas que a mí me parecían tan sin gracia.

Paseábamos en su eterna bicicleta, que usó hasta viejo, hasta que su corazón comenzó a fallar. Nunca lo ví enojado, gritando, explosivo. Siempre tan calmado, no sé la verdad si alguna vez se metió realmente en la vida de mi mamá o de mi tío, o si sólo iba aceptando la forma en que sus hijos crecían.

Me acuerdo de él maestreando, con su martillo, su serrucho (del que yo recogía el "serruchín", como le decía al aserrín, me parecía tan obvio si venía del serrucho). Siempre arreglándolo todo con una cuñita, con un alambre, con un montón de medidas ingeniosas de hombre de campo.

Cuando su corazón empezó a fallarle, tomé conciencia por primera vez de que existía la posibilidad de perderlo. Él se puso porfiado, y hacía más cosas de las que debía, movía muebles, hacía el aseo, y se negaba a reconocer que ya su cuerpo no le respondía como antes. Estuvo varios años con su problema, marcapasos de por medio, y tan concentrados estábamos todos en su corazón, que nadie descubrió el cáncer que avanzaba en su colon hasta que ya fue tarde.

Cuando salí del hospital tras tener al Cristóbal, lo primero que hice fue llevárselo para que lo conociera. Y el año en que sus vidas coincidieron, mi abuelito lo quiso mucho. Se sentaba con él en su coche a tomar el sol, le conversaba, y yo me imaginaba a mí de pequeña y a este hombre tan grande y fuerte, cuidándome y queriéndome con la ternura más fina que existe. Me sentía orgullosa de poder darle un bisnieto, y que viera cómo continuaba la historia.

Pero a los meses, él empeoró y lo hospitalizaron. Y esa parte del cuento es triste, porque en las últimas semnas, cuando ya no había vuelta, su mente comenzó a desprenderse y a retornar al campo y a su niñez. Yo siempre le dije que lo quería mucho, pero en el último tiempo, se lo decía con vehemencia, como intentando que al menos ese cariño que yo sentía quedara en alguna parte de su cerebro. Hasta que un día él sólo me susurró "si yo sé", dándome a entender que faltaba poco y que no era necesario que se lo repitiera.

Un día, en las Fiestas Patrias del 2002, llegamos a la hora de visita al hospital, y le habían sacado todos los cables, el suero, y el médico nos dijo que no había vuelta atrás. Nos lo llevamos a la casa, para que se fuera en su cama, rodeado de su gente y no con extraños tan enfermos como él.

Fue raro eso, porque a pesar del momento triste, estábamos todos reunidos, su señora, sus dos hijos y parejas y los cuatro nietos. Pese a la tristeza, yo me sentía envuelta en la familia. Mientras agonizaba -y qué terrible es escuchar a una persona agonizar-, espantaba viejos fantasmas, señalaba hacia un punto impreciso, y ya no articulaba palabra. Se fue intranquilo, y yo no estaba a su lado en el último momento, y eso me martiriza hasta ahora.

En su velatorio estuve un rato sola con él, acompañando su muerte y la muerte de mi infancia, tratando de entender de golpe el "nunca más". Nunca más verlo, ni sentir su risa, ni sentir su abrazo en mi hombro. Nunca más reírme con él de sus historias, ni contarle de mi vida, ni tomar helados, ni verlo regar el jardín, arreglar algo.

Hasta ahora no entiendo cómo seguí funcionando esos días, trabajando, cuidando al Cristóbal. No sé cómo pero la vida siguió, y el recuerdo vívido de su muerte fue poco a poco cambiando por los años felices en que caminábamos a comprar el pan, o en que lo veía sentado frente al televisor horas enteras con un gato en su falda, viendo TVN -como si hubiera firmado un contrato vitalicio con ese canal.

Todavía hablo con él, y en momentos difíciles le exijo su ayuda. A veces, es como si se hubiera muerto recién, y me doy cuenta que nunca más lo voy a ver. Pienso que hasta los 25 años tuve un abuelito que me quería mucho, mi cómplice, que nunca me juzgó, con el que me reí y aprendí mucho, un hombre cercano al que yo admiraba como a un héroe.

Creo que hoy estaría orgulloso de mí, porque no sólo estoy sacando adelante mi vida, también soy un pilar para mi familia. Pero a veces, como ahora, me gustaría tanto tanto que estuviera a mi lado, que me duele.

Te debía estas palabras abuelito, aunque yo sé que tu sabes, que siempre supiste.

1 comentario:

Javi dijo...

Yo aún sueño con él, y me gusta. Siempre que lo sueño está como en sus mejores tiempos, nunca está enfermo, y siempre lo recuerdo, cuando era chica y me sentaba en sus piernas, apretaba el puño y me decía "ábreme la mano, a ver si puedes". Y yo intentaba en vano desenrollar esos dedos que me parecías larguísimos y enormes... también cuando me iba a buscar al colegio, cuando caminaba con el paso largo y ágil, y yo corría para alcanzarlo... cuando llegaba en bicicleta a los setenta y tantos años a la casa de San Martín! Cuando veía sagradamente esos culebrones venezolanos que daban después de almuerzo en TVN, jajaja

Nuestro abuelito fue y sigue siendo un hombre admirable, y yo sigo esperando con ansias los sueños en donde nos volvemos a encontrar.

Besos, hermana!