jueves, 26 de marzo de 2009

RAREZAS Y MANÍAS


Vitrineando en una librería de la calle Valparaíso, me encontré con un ejemplar de un libro de Néstor García Canclini… y me acordé que en los últimos años de universidad, un sueño recurrente era que me encontraba con él en una gran biblioteca de dos pisos, y conversábamos e intercambiábamos ideas… un piojo como yo de tú a tú con uno de los topísimos de las ciencias sociales de América Latina.

Eso me llevó, por salto lógico, a acodarme que en general yo sueño con bibliotecas, donde encuentro libros con cuentos maravillosos… con una reminiscencia a la biblioteca de mis padres y a esos volúmenes raros que alguna vez mi papá compró en un remate; algunos editados a fines del siglo XIX, otros verdaderas joyitas, como la edición gigante de las obras completas de Julio Verne, en papel de biblia y con bordes rosados, que afuera muestra el gran globo de La Vuelta al Mundo en 80 días.

Lo que a su vez me llevó a pensar las cosas raras que una tiene… ¿por qué no soñaré con volar, como todo el mundo? Y eso de no ser como todo el mundo desvió mis ojos hacia mis brazos, o mejor dicho, hacia mis codos. Yo tengo los brazos “al revés”. Si los estiro con las palmas de mis manos hacia arriba, el codo queda hacia abajo. Pero si doy vuelta la mano, el codo no se da vuelta, como a la mayoría de la gente le pasa, sino que permanece en la misma posición.

No sé cómo explicarlo mejor, ni tengo idea de cuál es el nombre científico. Sólo sé que una amiga que tiene lo mismo – y fuera de mi mamá y mi hermana, sólo encontré a una persona con características similares a los 24 años de vida-, me dijo que brazos como los nuestros estaban hechos para el lanzamiento de la bala (¡!). Además en cada antebrazo tengo una marca, como una rayita, que también corresponde a estos codos raros.

Tengo otras rarezas más comunes. No soporto a las arañas (sólo hace unos días quedé en ridículo en la oficina cuando me puse a gritar como loca cuando una de esas monstruosidades apareció debajo de un mueble); en las micros sólo le doy plata a la gente que canta, para agradecer su esfuerzo; nunca miro los espejos de noche y con la luz apagada (¡qué susto!); siempre cuento los escalones cuando subo, pero después nunca me acuerdo de cuántos son…

Todavía escribo un diario de vida; y guardo agendas, cartas, esquelas y dedicatorias desde los años del colegio… por mucho que he intentado botarlas, no he podido, porque tengo miedo a olvidar esa época.

Tampoco estoy bautizada, ni mi hermana ni mis primos por parte de madre, por lo que mi abuelita dice que somos moros y que nos vamos a ir al Limbo… En general soy lo que podría definirse como atea, pero creo firmemente en la reencarnación y ahora comienzo a pensar en una entidad superior como masa de energía que lo envuelve y define todo, que incluye el bien y el mal dentro de sí.

Antes, cuando sólo existían los teléfonos fijos, sabía siempre cuando una llamada era para mí, porque encontraba que el ring era distinto. No puedo tener un chocolate en la casa por mucho tiempo, porque caigo en la tentación y me lo como (por ejemplo ahora).

¡Tanta rareza y manía en este pedazo de espacio que ocupo!

viernes, 20 de marzo de 2009

CAMBIOS Y MUDANZAS




Me he cambiado tantas veces de casa que intenté contarlas ahora y perdí la cuenta… Desde chiquitita y por diversos motivos, junto a mi familia nos mudábamos de una casa a otra, de una comuna a otra. Eso sí, geográficamente hablando, lo más lejos que nos movimos fue entre la V región y Santiago…


Lo curioso es que si ese constante acarrear pertenencias de un lado a otro era algo que cuando niña podía atribuir a decisiones de mis padres, en mi vida adulta no ha sido muy distinto. Aun cuando logré el sueño de la casa propia ansiado por todo buen compatriota, agarré mis bártulos (es chistosa esa palabra) y partí a acomodarme en un nuevo hogar.


Por supuesto, la mudanza en sí es un trance odioso, y las últimas dos veces me ha causado malestares físicos e incluso psicológicos (no diré psiquiátricos, pues me suena mucho más grave y permanente, quiero pensar que ya pasaron).


Que el salvoconducto, que el flete, que los pobres muebles zarandeados, que el clavito que no le hace, que por acá falta un enchufe, que esta llave gotea, que la cama no entra… es una larga lista de pequeños problemitas que se van acumulando.


Esta vez mi martirio principal fue trasladar los servicios de cable, Internet y teléfono. Gracias VTR, creo que si sumo todo el tiempo pasado al teléfono intentando YO desenredar SUS enredos, sería al menos medio día colgada al teléfono (para el que lea esto, un consejo: mejor cancele los servicios y los contrata de nuevo. NUNCA los traslade. Y no digo que cambie de compañía porque de la otra he escuchado problemas similares y hasta peores).


Estoy divagando. No quiero quejarme del trauma de la mudanza, porque me he dado cuenta que pese a todo me gusta. Hasta este momento de mi vida, el cambiarme de una casa a otra, a un departamento, a otra comuna o a otra región, me entusiasma, porque por ahora es todo lo gitana que puedo ser y me da libertad.


Es rico cambiar las rutinas, el olor de tu ambiente, que el sol penetre por distintas ventanas y en distintos horarios. Es agradable ir percibiendo los pulsos del barrio, descubrir un negocito por acá, un atajo o un recorrido distinto para llegar a la casa o a tomar la micro.


Cuando me entró de veras el bichito de cambiarme esta última vez, una persona me dijo si no me preocupaba no darle estabilidad a mi hijo, andar de un lugar a otro. Yo como que me descoloqué… Pero entendí después.


Para mí el cambio de casa ha sido bueno y difícil, obvio, pero por sobre todo, creo que me ayudó diferenciar la casa del HOGAR. Ese que formamos el Peque y yo, no importa dónde estemos, a partir de nuestras rutinas y con nuestros códigos. Y lo más probable es que me siga cambiando y cambiando, aunque odie el proceso en sí, porque el hecho de habitar un lugar nuevo es una invitación a recomenzar, a cambiar ciertas cosas y apropiarte de otro espacio.